Bandera
República Dominicana debería ser una fábrica tropical de productividad y esperanza, pero ha terminado convertida en un laboratorio de lo que ocurre cuando un Estado cobra mucho, promete demasiado y entrega casi nada.
Durante años el Código Tributario ha sido un evangelio sin creyentes, se cita en los discursos, se imprime en papeles, pero no se cumple en la práctica, la consecuencia no es solo económica: es moral. Un sistema fiscal que grava al asalariado y acaricia al poderoso no es un sistema, sino una metáfora de poder. Los impuestos, en teoría, deberían ser el precio de la civilización; aquí se han vuelto el costo de la desconfianza.
La desigualdad fiscal es el nuevo feudalismo del Caribe.
Mientras los obreros tributan con disciplina mecánica, las élites empresariales esas que almuerzan con el ministro y tuitean con el presidente diseñan su propio código en las sombras de la evasión. El Estado, débil y complaciente, mira hacia otro lado porque el contribuyente poderoso siempre encuentra una puerta lateral.
Cuando el Estado rechaza la indexación salarial con la excusa del déficit no solo insulta la inteligencia ciudadana: confiesa su propio miedo a la verdad.
Se invoca el “déficit fiscal” como si fuera una excusa divina, cuando en realidad es un espejismo administrativo. No hay déficit de recursos, hay déficit de vergüenza. Un gobierno que tolera la corrupción y el despilfarro no puede pedir sacrificios a quien apenas puede pagar el desayuno.
La economía dominicana vive en una paradoja, se predica el libre mercado, pero se practica el mercadeo del poder, se cobran impuestos nórdicos, pero se ofrecen servicios africanos; se habla de crecimiento macroeconómico pero el crecimiento humano se mide en frustración, los hospitales públicos siguen pareciendo madrigueras de ratas, las escuelas siguen siendo templos del esfuerzo sin recursos y el transporte público es un poema donde se mezcla el sudor y la paciencia.
El problema de este gobierno no es financiero; es institucional y ético.
La corrupción ese impuesto invisible que nadie votó corroe los cimientos de la productividad, cada licitación sin filtros y cada decreto de emergencia es una estafa colectiva que perpetúa la pobreza y desalienta la formalidad.
Cuando el ciudadano percibe que el Estado roba, deja de cumplir, y cuando todos incumplen la nación entera se convierte en una contabilidad de simulacros.
Los dominicanos viven atrapados en lo que podría llamarse la economía de la desconfianza: los ricos no confían en el Estado, el Estado no confía en los pobres y los pobres no confían en nadie.
En ese triángulo de sospechas, el desarrollo se vuelve un espejismo recurrente.
Romper este ciclo no exige milagros, sino virtudes cívicas: transparencia, eficiencia y la humilde idea de que el dinero público no es una herencia, sino un préstamo moral del pueblo.
La reforma que necesita este país no es un ajuste técnico, es una reconciliación ética. Un nuevo pacto donde el impuesto deje de ser castigo y vuelva a ser contrato; donde la política no viva del erario, sino que lo dignifique. Porque, al final, la economía no es una ciencia fría: es una forma de contar la historia de lo que creemos justo.
Si algo nos enseñó Adam Smith en la “La riqueza de las naciones “ es que la prosperidad no nace del dinero, sino de la confianza y esa mis amigos es precisamente la moneda más devaluada.